Por: Mayela Rodríguez Lobo
Nunca conocí a mi abuela Esmeralda. La única imagen que tengo de ella es una vieja foto, donde está de pie junto a mi abuelo Julio. Cuando veo esa foto, veo a una mujer recia, fuerte, imponente como su nombre. Solo sé que tenía los ojos verdes y que murió muy joven, sumiendo en un luto infinito a toda la familia. La veo allí, de falda larga y cotona blanca, férrea e implacable.
Rafaela Esmeralda de los Santos Quesada Bastos nació el 09 de enero de 1883en Buenos Aires de Palmares, como la hija número 13 de José María Quesada Ugalde (13/12/1840 – 23/10/1886) y Juana de Jesús Bastos Alfaro (08/03/1840 – 03/06/1929). Un día después de su nacimiento la bautizaron, no se fuera a morir y quedar condenada al Limbo, ese lugar solitario donde van los niños sin bautizar. La Iglesia de San Ramón recibió a la recién nacida, para cubrir su cabecita con agua bendita. En esa época El Valle de los Palmares era parte de ese cantón.
Tenía tres años y nueve meses cuando perdió a su padre a causa de la fiebre amarilla, quien tenía tan sólo 45 años. Juana, mi bisabuela, viuda y con nueve hijos, se trasladó a Chaparral, a una finca que tenían en ese sitio, junto a Baltazar y Joaquín Quesada, primos de su difunto esposo. Nadie sabe por qué se fueron a vivir a Chaparral, en lugar de regresar a Palmares. Después de la muerte de su esposo, la bisabuela Juana le tuvo que ceder a Diego Trejos, acreedor de José María, “el denuncio” que habían hecho en San Carlos (según la investigación de Felenón Quesada – 1958).
En Chaparral, sola y valiente, Juana terminó de criar a sus hijos. En ese ambiente creció Esmeralda, entre potreros, bueyes, cañales y sembradíos de tabaco. Era la menor de las hijas, hacendosa y coqueta. Desde los 12 años confeccionaba su ropa y la de sus hermanas Victoria y Rosa. Tenía manos rápidas y hábiles. Vivía la vida tradicional de las mujeres de su época, cooperaba con su madre en los oficios de la casa, iba a misa los domingos. Ir a misa era la única forma de socializar y para los Quesada, la religión era muy importante.
A los 21 años, siempre voluntariosa y llena de temple como su madre, Esmeralda decidió que era hora de buscar marido y formar su propia familia. Había crecido en un hogar lleno de gente y de tragedias. Ahora ella quería su propia casa y sus propias historias, talvez con el afán de exorcizar el sufrimiento. Un domingo de 1904, a la salida de misa, conoció a Julio María de Jesús Rodríguez Villalobos (12/04/1879 – 19/05/1963), un hombre alto, esbelto, de cabello negro y lacio y ojos adormilados. Ella bajita, de cabello castaño “arrepentido”, sonrisa fácil y carácter fuerte. Fue amor a primera vista. Julio era un hombre apuesto, de familia acomodada, excelente jinete y encantador. Tenía fama de conquistador.
Después de varios domingos de encontrarse después de la misa, el abuelo Julio se armó de valor y se fue a pedirle “la entrada” a Juana Bastos, la doña Bárbara del Chaparral. Juana lo escudriñó con la mirada y el seño fruncido y le preguntó de quién era hijo. No iba permitir que la menor de sus hijas se casara con el primer aparecido que la cortejara. A partir de ese momento, cada domingo por la tarde, el joven Julio recorría a caballo la distancia entre San Juan y Chaparral, con la certeza de que Esmeralda se casaría con él. Un domingo por la tarde le pidió matrimonio y ella aceptó. Al amanecer del sábado 25 de noviembre de 1905, se presentaron en la Iglesia de San Ramón, para comprometerse ante el altar a estar juntos por el resto de sus vidas, “hasta que la muerte los separe” y cumplieron su promesa.Julio tenía 26 años y Esmeralda, 22.
Como prueba de su amor, Julio le construyó una casa de madera grande y luminosa, justo antes de subir la cuesta de San Juan. La explanada del frente estaba poblada de cipreses y se inundaba en los largos inviernos. Allí sesteaban los boyeros que venían de Alto Villegas, Concepción, Los Ángeles y otros distritos, con sus carretas cargadas de frijoles, maíz, tiquizque, dulce y otros tantos productos. Hombres y animales se acurrucaban junto a los árboles, que por la noche y al pasar del viento, hacían un ruido espectral. Algunos de los pasantes tendían sus sacos de gangoche en el amplio corredor de la casa de mi abuela y descansaban unas horas, en la noche del jueves. En la madrugada del viernes proseguían su camino, para vender sus productos en el Mercado de San Ramón. La abuela, hacendosa y atenta, se levantaba a las dos de la mañana para ofrecerles un café, a aquellos agricultores trasnochados y hambrientos.
Conocí esa casa azul celeste, de ventanas bateantes, poblada de begonias y rodeada de jardines. Me gustaba ir allí. Por las noches la madera crujía y se escuchaban los pasos de abuela Esmeralda, que aún vigilaba que su familia estuviera bien. Yo, aterrorizada, me acurrucaba en la cama para librarme del fantasma de mi abuela. Los pisos brillantes, de tablones anchos y pulidos, daban testimonio de los pasos de todos y del paso del tiempo. Allí nació mi padre y mis tías y tíos, uno a uno, cada dos años. Entre 1906 y 1924, abuela Esmeralda trajo al mundo siete mujeres y cuatro varones. Con su implacable carácter, mi abuela regentaba la casa y los hijos, a quienes criaba con mano dura y una férrea disciplina, moldeándolos fuertes como ella. Se ocupaba de la casa, cosía su ropa, la de la chiquillada y con la ayuda de sus hijas mayores, Leonor y Gloria, hacía puros que vendían en el mercado local. Al abuelo Julio le gustaba tomarse sus tragos y coquetear y ella, orgullosa, mantenía su lealtad. Esmeralda lo quiso tanto que vivió en silencio sus andanzas.
El último embarazo de mi abuela acabó demasiado pronto y acabó con ella. Una infección generalizada, provocada por un aborto espontáneo, recorrió su cuerpo como un veneno, hasta alcanzar su corazón, ya de por sí maltratado. El antiguo Hospital Francisco Orlich de San Ramón, fue testigo de su agonía y de los cuidados de su hija Gloria. No había médicos de planta en dicho Hospital y no pudieron detener la infección. Murió la mañana del sábado 27 de octubre de 1928, de una miocarditis séptica. Tenía tan sólo 45 años, al igual que su padre.
Después de la misa, un largo cortejo recorrió las calles lentamente hasta el Cementerio de San Ramón. Su trágica muerte dejó un gran vacío en el corazón del abuelo Julio, quien tarareaba en silencio: “cada domingo a las doce saldré a la ventana, para esperarte como antes después de la misa.” Él no pudo superar la pérdida de la mujer amada y por los siguientes 35 años, la buscó en una botella de alcohol. La familia resintió profundamente su partida, especialmente mi padre y sus hermanas, que siempre lamentaron su irreparable pérdida. La menor de mis tías, María Lucía, tenía apenas cuatro años y fue tal la tristeza que la invadió, que se fue detrás de su madre, mes y medio después. Dicen que fue por problemas estomacales, pero yo creo que fue por desolación.
Mi abuela Esmeralda había vivido una vida de lutos y ahora era su partida la que enlutaba a la familia. Pero en medio de todo el dolor supo perpetuar la vida, darle amor a sus hijas e hijos, sacar adelante a una familia que ahora la recuerda con cariño y orgullo. Yo llevo en mi sangre tu fortaleza. ¡Gracias abuela Esmeralda!
Curridabat, San José
30 de marzo, 2021