Por Mayela Rodríguez Lobo
Enérgica, segura de sí misma, atrevida y amante de la aventura, dominada por el elemento fuego, nació a mediados del siglo diecinueve. El lunar de sangre que la chiquita tenía en la frente al nacer, era un presagio de tragedia, vaticinó la comadrona. Fuerte y decidida, desde que empezó a caminar dio muestras de una voluntad de hierro. La llamaron Juana y a falta de su hermano mayor muerto al nacer, se convirtió en la compañera inseparable de Juan, su padre. Era su mano derecha en los quehaceres de la finca. Montaba a horcajadas, arreaba el ganado y juntos recogían la cosecha de temporada.
La única fotografía de Juana Bastos Alfaro que se conoce. Aquí con la familia de su hijo José María Quesada Bastos y nuera Perfecta Alpízar. La foto es de alrededor de 1929 tomada en su casa en Chaparral, Concepción, San Ramón.
A los 17 años conoció a José María, se enamoraron y poco tiempo después del primer encuentro, se casaron. Ella, acostumbrada al trabajo duro, era la pareja ideal de aquel aventurero, que se perdió buscándose a sí mismo. En esa aventura que es el matrimonio, Juana sufrió muchas pérdidas que marcaron para siempre su carácter indómito.
A principios de los años ochenta del siglo diecinueve, siguiendo a su marido, se internaron en las inexploradas llanuras de San Carlos, en busca de la tierra prometida. Hijo mayor de un colonizador, José María soñaba con colonizar esos parajes y expandir la frontera agrícola. Juana amaba a ese hombre y perdió la cabeza siguiéndole en su locura. Dejó Buenos Aires y se fue a vivir, con una catizumba de chiquillos, en el pie de monte de lo que hoy es Ciudad Quesada. Cuando José María salía en busca de provisiones al Valle de Los Palmares, Juana se quedaba sola, con sus hijos pequeños. Por las noches, para defenderse de las fieras y las serpientes que merodeaban en busca de comida, encendía una fogata con la poca leña seca que lograba reunir. La lluvia perenne de esos parajes boscosos, inundaban el rancho de agua, mosquitos, ranas y todo tipo de alimañas.
Uno de esos días en que José María andaba en la villa, Juana mandó a su hija Victoria de doce años a buscar leña. Recogiendo ramas secas, la niña no se percató que camuflada en las raíces de un árbol se escondía una terciopelo. Haló una rama y con ella la letal serpiente que la mordió en un brazo. Pálida, llorosa y tambaleante Victoria regresó al rancho. Juana la acostó en un camastro y le hizo un torniquete, con la esperanza de detener el potente veneno, que empezaba a hacer estragos en el cuerpo de la niña. Pasó la noche en vela, mientras su hija se consumía en una agonía lenta y dolorosa. Al amanecer se percató que Victoria estaba muerta y el grito de dolor que salió de su garganta, hizo retumbar el bosque y huir a los animales. Había perdido cuatro hijos pequeños. No pudo más con aquel infierno verde, cogió a sus hijos, sus chuicas y regresó a Buenos Aires.
Poco tiempo después de que ella dejara el rancho en San Carlos, José María enfermó. No se sabe muy bien de qué, algunos dicen que de fiebre amarilla. Al mismo tiempo enfermaron Juan Bastos, su padre y Andrés, su hermano, quienes habían sido cómplices de las aventuras de su marido. Al término de tres días, los tres hombres más importantes de su vida habían muerto.
Después de la muerte de José María, tuvo que entregar las tierras que él había denunciado en San Carlos, a uno de sus acreedores y se quedó sola, con siete hijos pequeños y una finca. Enloqueció de dolor, cogió sus hijos y sus trastes y se fue a vivir a Chaparral, un lugar recóndito, poblado de fantasmas, un caserío escondido en las montañas del Occidente.
Cuentan que recorría la finca llorando y lamentándose:
– ¡Yo quiero ver a mi marido, yo quiero ver a mi marido! –
Un día José María se le apareció en el potrero, le habló y fue entonces que recobró la cordura y pudo seguir con su vida. Tenía que terminar de criar a los hijos que quedaron pequeños. Comenzó a trabajar la finca. Cultivaba café, tabaco, caña de azúcar y todo lo que fuera necesario para el comercio y el sostén de su familia.
Viajaba con bueyes al mercado de la Villa de San Ramón, a vender sus productos. Enyugaba los bueyes, seleccionaba y empacaba los productos y cargaba la carreta. Salía los jueves por la tarde, cuchillo al cinto, sombrero y botas. Bajo la tenue luz de una carbura, recorría los siete kilómetros que separan Chaparral del mercado de la Villa. Allí estaría en la madrugada vendiendo y comprando. Fue la primera mujer boyera de San Ramón.
Después de la merca regresaba a su casa con su carreta cargada de provisiones: fósforos, candelas, harina, canfín y Ascaryl, aquel potente lombricida que prometía alejar de sus hijos pequeños, la amenza de esos parásitos asesinos, que ya le habían arrebatado dos hijos. En el camino de regreso, cuando pasaba frente a la cantina del pueblo, los boyeros la llamaban:
– Juana, vení, tomate un trago con nosotros -.
– Traémelo aquí -, respondía.
Se detenía y de pie junto a su carreta esperaba por el trago. Alguno de los boyeros, compañero de caminos, salía con medio vaso de guaro y se lo ofrecía. Ella lo recibía agradecida, lo saboreaba despacio, deleitándose sorbo a sorbo, respirando profundo para que el licor calentara sus venas. Devolvía el vaso y sin entrar a la cantina, seguía su camino. Así como le gustaba el guaro, le gustaba el baile. Algunas noches, ponía a uno de sus nietos a maniobrar su vitrola y a la luz de los candiles, bailaba hasta el cansancio.
Ya octogenaria, con ochenta y seis años, la Reina de Bastos decidió que era hora de irse, de morirse, que ya no tenía nada mas que hacer en este mundo. Había cumplido con creces los mandatos de su familia. Se había casado, había parido catorce hijos y viuda, había terminado de criar siete, conduciendo a su familia con mano de hierro. Estaba cansada de tanta demanda.
Una tarde se sentó en su vieja mecedora de madera en el corredor de su casa, pidió a su hijo Manuel que le trajera un trago de guaro, lo saboreó lentamente, calentando la garganta, mientras se balanceaba escuchando una melodía en la vitrola. Cerró los ojos como si meditara y se fue en busca de su marido, para reclamarle una vez más el por qué la había dejado sola.
San José, Octubre 2023