Por Herminda Zamora.
La construcción de la Iglesia Parroquial de San Ramón se realizó con el esfuerzo y la colaboración del pueblo, tanto para las chorreas como para los turnos y caravanas de boyeros que se trasladaban a Río Grande de Atenas a traer, por partes, la estructura de hierro que había llegado desde Alemania.
Algunas veces los boyeros, para completar estos largos trayectos, utilizaban el camino por Palmares. Tardaban dos días cruzando la recta con dos yuntas de bueyes, esto debido a los grandes barriales. En otras ocasiones preferían tomar la ruta por el Monte del Aguacate, camino que era también muy difícil de transitar. Las profundas grietas, el barro y la piedra suelta complicaban la guía de los bueyes. Muchas veces los voluntarios no viajaban solos, se les sumaban familias que aprovechaban la caravana para no realizar en soledad su ruta hacia el tren que tomaban en Río Grande de Atenas con rumbo a la capital, San José.
Las frondosas montañas con los cedros, robles y otros musgosos árboles centenarios, llenaban de paz y quietud el camino, perfumado por los cogollos tiernos, las orquídeas y el aroma dulce del jaral. Por entre las rocas bajaban chorritos de agua fresca y esos hilos de agua eran los que mitigaban la sed de los hombres y animales en el trayecto.
La quieta y apacible tranquilidad, a veces era interrumpida por el sonido del cacho de algún boyero anunciando peligro o por el traquetear de las carretas, el canto de las chicharras o el trinar de los pájaros; en otras ocasiones se escuchaba una dulzaina alegrando el ambiente, pero la algarabía llegaba si lograban oír un gallo cantar, lo cual era una señal de que se estaban acercando a San Mateo.
Cuando llegaban a Jesús María, muertos de cansancio, se hospedaban en un sesteo cuyo dueño se llamaba Timoteo; allí soltaban los bueyes para que pastaran, se aseaban, comían y dormían para proseguir al día siguiente su camino hacia Atenas. La comida, en ese lugar, contaban que era terrible, pero no les quedaba más que aceptarla porque como dice el dicho “con buena hambre no hay mal pan”. Seguramente por esa razón, cuando en la casa nos quejábamos de la comida servida para el almuerzo y no queríamos comer, el abuelo enojado siempre nos decía: “los vamos a mandar al Hotel de Timoteo…” y después de eso ya no había más que hablar, a comer se ha dicho era la consigna.