Semana Santa en San Ramón

José Gamboa Alvarado (1894-1978)

Tomado de: El Hilo de Oro (Imprenta Trejos Hermanos, San José, 1971

Digitalizado por Fernando González.

Llegó la Semana Santa que todos esperábamos ansiosos. Desde el martes dejamos en la casa de hacer trenza para los sombreros y mamá guardó su máquina de coser.


El miércoles, por la mañana, temprano, llegó a la casa Nino [Rafael Lino] Paniagua, mi primo. Me dijo mamá:


-Ahora que está Nino, vayan los dos en una carrerita a San Rafael donde Camilo Hernández y le dicen que me mande las hojas de plátano para los tamales, y no olviden traer las cáscaras para las amarras.


Tomamos el camino y nos detuvimos un ratito en la casa de Tinina y de Tía Marta, a las que encontramos haciendo los ricos tamales, famosos como los mejores de San Ramón.


Nos dijo Tinina:-Vengan a la nochecita, que les voy a dejar la costra. Era ésta el resto de la masa de los tamales que quedaba adherido a la olla donde se había cocinado.


Poco después pasamos por la esquina de don Macario [Valverde] en la calle ronda. Ya en el camino de San Rafael, Nino comenzó a hablarme de Franca, de quien estuvo siempre enamorado. Sacó un papel de la bolsa del pantalón diciéndome:


-Mirá, hice un soneto que voy a publicar dedicado a Franca en el día de su cumpleaños. Le llevé a Lisímaco [Chavarría] los versos y me les dio una arregladita: ¡Mirá qué lindos me han quedado ahora!


Lisímaco, que vivía por ese tiempo en San Ramón se ocupaba en hacer versos y santos de madera.


Me leyó Nino el soneto del que recuerdo la primera estrofa:

Es la primicia de mis pobres versos
como un manojo de silvestres lilas,
vaya su aroma hasta tus labios tersos
mientras la luz fulgura en tus pupilas.

Le dije:
-Nino, esos versos son muy bonitos, pero no podés firmarlos porque están hechos por Lisímaco.


Él me contestó:
-Callate, no digás nada, los voy a publicar con mi firma para que vea Franca, tal vez así logre que me quiera.


Por fin volvimos de donde Camilo con las hojas para los tamales.
Adelaida, la cocinera, las soasó en las llamas; Angélica les quitó las venas mientras Nino y yo dividíamos las cáscaras en tiritas. Mamá, que ya tenía lista la masa, envolvió los tamales. Estos eran tamales bastos, de masa con sal, no como los que hacía Tinina con chicharrones, arroz amarillo y carne de cerdo. Eran muchos, pues desde el Jueves Santo hasta el Sábado de Gloria no se volvería a prender el fuego, y en lugar de pan y tortillas, comeríamos los tamales bastos en rebanadas blancas y redondas. También hacía mamá para esos días unos deliciosos tamalitos de frijoles negros.


De San Rafael vendrían a pasar con nosotros para asistir a los oficios del Jueves y Viernes Santo, los abuelos tatita Manuel [Gamboa] y mamita Rafaela [Rodríguez], el manco Gabriel y Zoila, la buena tía.


Yo saldría de apóstol. Mamá con la ayuda de Angélica y de tía Zoila me había hecho una túnica amarilla con muchos pliegues, un cordón blanco para la cintura, una capa de raso verde y unas sandalias. Tatita Manuel me había labrado el cayado de madera. Naturalmente, salir de apóstol era una de mis mayores dichas.


Blanca [Mora], que había sido novia mía y de Luis Estrada saldría de Samaritana. Sería la mejor en las procesiones porque era muy linda. Por cierto que por esa niña habíamos sido rivales Luis y yo. Nos daba cuerda a los dos. Un día muy valientes llegamos ambos a su casa. Yo le dije:
-Se queda con Luis o conmigo; hoy tiene que decidirlo.
Se chilló toda, y al fin, dijo:


-Chepe, yo quiero más a Luis.


Me fui con mis calabazas pensando que de seguro prefería a Luis porque tocaba el pistón en la filarmonía.

Por la tarde del Miércoles Santo los apóstoles desfilamos hacia el altar mayor: nos sentaron en grandes sillones formando un semicírculo. Llegó el padre Piñeiro [José]. En una jofaina grande empezó a lavarnos los pies; nos secó con un paño y luego nos regaló a cada uno una moneda de un cuatro que para mí fue lo más importante.


Al otro lado de la baranda que separaba el altar del resto de la iglesia, estaba una gran mesa tendida con un mantel blanco bordado y alumbrada con candelabros de plata. Frente a cada silla había una copa de cristal alta y redonda, llena de vino y una bolla de pan. Nos sentamos: el padre Valverde [Juan José] ocupó una silla más alta: se puso de pie, de espaldas al altar, rezó algo en latín y después bendijo el vino y el pan. Levantamos las copas, tomamos el vino y comimos el pan.


Mis compañeros los apóstoles comentaban que el vino y el pan eran del cielo por ser el cuerpo y sangre de Nuestro Señor Jesucristo. A mí el pan me supo igual al que hacía tía Chepa. En esa cena no estaba Judas; nos dijeron que se había ido a jugar las monedas que le pagaron los judíos por vender a su Maestro.


El Jueves Santo por la mañana se callaron las campanas y en el campanario empezó a sonar la matraca grande de madera. Miguelín Castro, Paco Bermúdez, Carlos García y yo subimos para ayudar al campanero: trac-tararac-trac-trac.


Llegó el Viernes Santo, día de las procesiones más solemnes. Al toque pausado de las matracas empezó el desfile: adelante las Siete Palabras vestidas de blanco; seguían las tres Marías, la Samaritana, la Verónica, la Magdalena y los Ángeles en sus andas. Luego el padre Piñeiro con el incensario, detrás Jesucristo con la cruz a cuestas y ayudándole el Cirineo. Atado con cintas moradas llevaban los judíos al Señor. En dos filas seguíamos los apóstoles. Al llegar a una esquina nos topamos con la procesión de la Virgen María y San Juan. Después del encuentro de Jesús con su madre, seguimos a la iglesia.


Por la tarde fue la procesión triste del Sepulcro. La filarmonía tocaba el Duelo de la Patria. Los fieles se arrodillaban con reverencia.


Cuando oímos de nuevo las campanas el Sábado de Gloria por la mañana, corrimos a escarbar la tierra para encontrar carbones. En ese momento todas las cosas de la tierra estaban benditas. Guardamos algunos carboncillos que nos servirían para aplacar las tormentas.


Por la tarde estuvimos los muchachos en el paseo de Judas, al que llevamos en un desventurado caballo, piojoso y alunado que recogimos en la calle ronda. En cada esquina nos parábamos, y uno de la comisión se subía a un banco y leía escrito en verso el testamento de Judas. Era éste una crítica festiva y punzante para autoridades, comerciantes y otras personas de la localidad. Acompañados de las risas y gritos de las gentes desfilábamos por todas las calles para llevar a Judas finalmente a casa de Patrocinio [Ugalde], el polvorista, quien tenía el encargo de alistarlo con bombas y bombetas para la quema del día siguiente.


La diversión no terminó con el paseo de Judas. Ya muy tarde de la noche, los jóvenes y viejos más bromistas se distribuyeron por el pueblo para traer a la plaza las cosas que pudieran recoger: muebles, carretas, escaleras, rótulos. Hasta una gran olla llena de tamales se trajeron esa noche.


A la mañana siguiente, después de la procesión del Resucitado y de la quema de Judas se llenó la plaza de curiosos. En el centro se encontraba la olla de tamales, ya sin tamales, y haciéndole rueda en posiciones divertidas, sillas, mesas, mecedoras, bancos, carretas, escaleras, y en los árboles, rótulos de pulperías y tiendas. Entre ellos se hallaba el de la barbería de tío Ricardo [Vargas].