Por Mayela Rodríguez Lobo
“Soy de aquellos que sueñan con la libertad.
Capitán de un velero que no tiene mar.
Soy de aquellos que viven buscando un lugar.
Soy Quijote de un tiempo que no tiene edad.”
JIglesias. Quijote.
JUAN RAFAEL DEL CARMEN RODRÍGUEZ QUESADA (20/10/1909 – 13/09/1974) nació y creció en San Juan de San Ramón, Alajuela. Fue el tercer hijo de Julio María de Jesús Rodríguez Villalobos(12/04/1879 – 19/05/1963) y Esmeralda de los Santos Quesada Bastos (09/01/1883 – 27/10/1928) y el mayor de los varones. Acababa de cumplir 19 años, cuando murió su madre de una miocarditis séptica. Un mes y ocho días después, murió María Lucía, su hermana menor.
Con esos duelos a cuestas, emprendió la vida de casado el 14/05/1932, junto a María Emelina Deliamira Lobo Artavia (01/07/1912 – 09/08/2007), quien lo acompañó por los siguientes 42 años y cuatro meses “en las alegrías y en las penas, en la salud y en la enfermedad”. La joven pareja construyó una pequeña casa y se quedó a vivir en la propiedad del abuelo Julio, durante el primer año de matrimonio. En 1933, después del nacimiento de Esmeralda, su primera hija, la familia se trasladó a vivir a Los Ángeles, San Ramón, a una finca que su padre tenía en ese lugar. Allí nacieron nueve de mis hermanos mayores, de Mary a Melania. Allí también vivían otros/as de mis tías con sus familias.
A finales de 1935, en una incursión de cacería en La Balsa de San Ramón, se hizo una herida en la rodilla derecha, que le derramó el líquido sinovial. A raíz de este accidente, estuvo tres meses internado en el Hospital Nicolás Orlich de San Ramón. Tal era la infección que tenía, que amenazaban con cortarle la pierna por la gangrena. En esa época el doctor Carlos Luis Valverde Vega, visitaba una vez por semana dicho Hospital. Dada la gravedad del caso y viendo que la infección avanzaba, Manuel Esquivel, un primo hermano de mi madre, le hizo unos rezos y baños con Permanganato de Potasio y logró detener la infección. Fue así como le salvaron la pierna y la vida. Mi padre quedó con una discapacidad permanente, con la pierna rígida de por vida. En medio de ese estrés de mis padres, nació mi hermano Víctor Julio (cc Cuyo, qepd), el mayor de los varones y el cuarto hijo de la pareja.
Papá era un hombre ambicioso, trabajador, aventurero y orgulloso. En eso se parecía a su abuelo materno, José María Quesada Ugalde. Él quería su propia finca y no le daban los recursos para comprarla en San Ramón. En febrero de 1944 cogió a su familia y sus “chuicas” y emigró a Huacas, en la Península de Nicoya. Iban con nueve hijas e hijos entre 11 y 0 años, una yegua y unos cuantos enseres. Había comprado una finca en Avellana, un caserío próximo a Huacas, por ₡500. Mi tío Amado Ramón Rodríguez Quesada, que vivía allí desde hacía seis años, lo había convencido de que ese era un buen lugar para vivir, trabajar y hacerse de lo propio. Siguiendo los pasos de su abuelo materno, antes de irse a Huacas, papá fue a explorar tierras a San Carlos. La perenne lluvia de las llanuras de San Carlos lo disuadieron y se decidió por la Península de Nicoya.
Guanacaste: la tierra prometida
¡El que se va se va y el que se queda se queda!, fueron las palabras de mi padre ante la resistencia de algunos a emigrar. En la madrugada del 17 de febrero de 1944, mis padres, nueve hermanas/os y Fidelina Lobo Carvajal, madre sustituta y tía paterna de mi madre, emprendieron un viaje sin retorno a la TIERRA PROMETIDA. Dos días de viaje. Papá alquiló un camión y salieron a las tres de la mañana, de Los Ángeles de San Ramón hacia Puntarenas. Allí tomarían una lancha para atravesar el Golfo de Nicoya. En Puntarenas, cuando mi hermano Eduardo (qepd) vio el mar, se asustó tanto que salió como alma que lleva del Diablo por medio Puerto. No se iba a subir a ese chunche ni “amarrao”. Tuvieron que perseguirlo y llevarlo a rastras y pegando alaridos a la lancha. ¡Ah pecao! Tenía cuatro años. Zarparon a las dos de la tarde y después de cuatro horas de lento balanceo, mareo y vómitos, tocaron tierra a las seis de la tarde en Puerto Thiel, un pequeño embarcadero ubicado en uno de los brazos del manglar que se abre al final del Golfo, en la Península de Nicoya. Allí les esperaban tío Amado, tío Loncho con otros hombres y tres carretas. Dos para la catizumba de güilas y las mujeres y otra para los chunches. Papá montaba su yegua negra, que había sobrevivido de milagro a la travesía. En medio de la trifulca para bajarla de la lancha, asustada saltó al agua. De allí la rescataron medio ahogada.
Hambrientos, trasnochados y extenuados, cual judío errante, recorrieron los 27 kilómetros que separan Puerto Thiel de Huacas. Como si fuera poco, Esmeralda, de 11 años, se atravesó un alambre de púas en un brazo y se hizo una enorme herida. Todo eso en mitad de la noche y en mitad de la nada. Descansaron un rato en Zapotal y al amanecer del 18 de febrero, prosiguieron el camino a paso de carreta hasta Avellana. Allí había una vieja casa de madera, ubicada en la parte baja de la finca, donde residiría la familia por los siguientes seis años.
Papá era un hacedor. Hacía casas, ataúdes, jáquimas ,albardas, mecates e hijos. Era un hombre magnánimo, siempre ocupado y preocupado. Años después construyó una casa de madera, espaciosa y fresca, montada sobre pilotes. La casa miraba al Golfo, con la esperanza de hacer algún día el camino de regreso. En Avellana vivió la familia 14 años, desde 1944 hasta 1956. Allí crecieron mis hermanas/os mayores, fueron a la escuela y nacimos ocho hijas/os más. Mis padres habían decidido cumplir con el mandato bíblico “creced y multiplicaos”. La vida era dura y el clima inclemente. El calcinante sol del verano guanacasteco, hacía estragos en la piel de aquellos ramonenses acostumbrados al frío de Los Ángeles. Los lluviosos inviernos, de interminables temporales, paralizaban hombres y animales. Mosquitos, serpientes y todo tipo de alimaña, eran habitantes cotidianos de casas y trojas.
En esa lucha por adaptarse y sobrevivir, dos de mis hermanas nacieron con discapacidad y otras dos murieron muy pequeñas. La asistencia médica era sólo una ilusión. Don Memo, el Boticario en Mansión, era la opción más cercana, a dos horas a lomo de caballo. Allí llevaron enferma a mi hermana Marta Cecilia y regresaron a casa con la niña muerta. Tenía seis meses.
En 1955, en el decimoctavo parto, mamá casi muere. Si no hubiese sido por la pericia de las parteras de la zona, la habríamos perdido. En 1956 la familia emprendió una nueva aventura, siempre bajo el gobierno de mi padre, que había dejado bien claro quién mandaba y quién obedecía.
En busca de El Dorado
Al anochecer del lunes 09 de abril de 1956 bajo la dirección de mi padre y la atenta vigilancia de mi madre, su compañera incondicional, en una caravana de 25 personas y 16 carretas, emprendimos el viaje de Avellana al nuevo lugar de residencia, una finca entre Santa Marta y Betania, en el Cantón de Hojancha. Era luna nueva. A la luz de focos y carburas, recorrimos 30 kilómetros bajo el arrullo constante del golpeteo de las carretas, por esos caminos montañosos y pedregosos, hasta el sitio donde la familia pasaría los siguientes 15 años. Todo presagiaba una vida aún más dura y difícil.
Apretujados en dos carretas, guiadas por papá y José Luis, viajábamos adultos y menores de la familia. Amigos y vecinos nos acompañaban transportando el menaje, la cosecha y los animales: camas, muebles, frijoles, arroz, maíz, gallinas, chanchos, … todo. Bajamos el cerro El Socorro después de la medianoche, para llegar al amanecer a la finca de 125 manzanas que papá había comprado en ₡11.500, a un tal Manuel “Masa” López. Ya él y mis hermanos mayores la habían acondicionado: botaron tacotales, sembraron pastos, maíz, arroz, caña, frijoles… Hasta un cafetal tenía papá en esa finca.
Junto con mi hermano Eduardo, su asistente en carpintería, construyó casa y trapiche. Toda de madera, amplia y ventilada, la nueva casa tenía un corredor en frente refrescado por crotos y espárragos. Captó una naciente en el cerro y el agua llegaba por gravedad a la casa. Éramos la única familia que tenía cañería.
En las tardes de verano, grandes y chicos nos sentábamos bajo los naranjos que la rodeaban a pelar y comer naranjas. Y en los días de molienda, después de girar por horas detrás de los bueyes y ya empanzados con caldo de caña, rodeábamos como abejas la paila hirviente. Siempre bajo el ojo vigilante y estricto de papá.
Alejado de todo y de todos: escuelas, servicios médicos y vecinos, ese lugar era una especie de destierro. A cualquier lado que quisiéramos ir había que cruzar el río Lajas, que en los interminables inviernos de la época, crecía y arrasaba con árboles, animales y gentes. Quedábamos totalmente aislados, con los cerros en frente y el Río a las espaldas.
Todos los fantasmas legendarios rondaban esos solitarios parajes: la Llorona; la Cegua; la Carreta sin Bueyes; el Cadejos… En el silencio de la noche, la Llorona bajaba por la quebrada junto a la casa y escuchábamos sus lamentos. A mis hermanos mayores, la Cegua los encantaba en los caminos solitarios, cuando regresaban de sus aventuras nocturnas. La Pancha, que tenía el pellejo tan arrugado tan arrugado de quitárselo y ponérselo para convertirse en zopilote, en las noches de luna, venía a molestarnos y caminaba por el techo de zinc para no dejarnos dormir. Entonces papá se levantaba furioso, cargaba la carabina con balas de sal y desde el patiole gritaba: “Bajate de ahí o te mato bruja hijueputa.” Pero la Pancha siempre le ganaba la partida y al vuelo se alejaba carcajeándose, para regresar la próxima luna llena.
En enero y febrero de cada año, se enviaba la cosecha al Concejo Nacional de Producción. Víctor Julio y José Luis, salían de madrugada con las carretas cargadas de granos hacia Carrillo, el Puerto más cercano, a tres horas a paso de carreta. Allí había un recibidor del Consejo. Lanchas de cabotaje transportaban la mercancía hasta Puntarenas. Iban cargadas de: arroz, frijoles, maíz, cerdos. Junto a la mercancía, papá enviaba un saco de frijoles y uno de arroz al Hospicio de Huérfanos de Fray Casiano.
Mi padre había cambiado la finca de Avellana por nueve novillas y un torete. Así se inició como ganadero. Cada año, si podía, compraba un nuevo torete o un lote de novillas. Se sentía orgulloso de esos hermosos animales. Un día su mejor torete brahman no llegó junto al hato de ganado. El semental se había enfrentado a una Matabuey y lo encontró ya frío en el potrero. Como tenía un sentido trágico de la vida y un humor negro, cuando algo así sucedía o un negocio le salía mal, exclamaba con cierta amargura: “Que hijueputa vida, si me pongo a hacer gruperas, las yeguas nacen sin rabo”.
Financiado por el Banco Nacional, poco a poco y golpea golpe, fue aumentado su patrimonio. Una vez al mes salía a las tres de la mañana a lomo de mula, para ir a honrar sus deudas a la Oficina en Nandayure. Prefería las mulas a los caballos, a pesar de que eran asustadizas y nerviosas, éstas lo botaban cada vez que un ánima se aparecía en un recodo del camino. Furibundo la montaba de nuevo y las fustigaba como venganza.
Fueron pasando los años y ese hombre de hierro, luchaba a brazo partido por sostenerse y sostener a la familia. Era amigo de sus amigos y buen vecino. No hacía concesiones, ni a propios ni a extraños. Cuando alguno de los hijos pretendía salirse del canasto, lo ponía en su sitio. Y cuando alguno pretendía comprar algo fuera de sus posibilidades o se ponía a “fachentear”, exclamaba: “No se puede cagar cuadrado teniendo el culo redondo.”
Una aciaga tarde de marzo de 1963, regresaba de Nicoya, cuando cinco balazos lo impactaron por la espalda. Como siempre andaba armado y era un excelente tirador, tuvo tiempo de repeler el ataque, antes de caer de su caballo. Silverio Vásquez, unvecino con el que se había enemistado, le había disparado a mansalva. Los encontraron desangrándose y tirados en la calle. Cada familia hizo lo propio. Por la noche y recostado en su cama, era tan grande el dolor que sentía, que exclamaba: “Pídanle a la Virgen que me descanse”.
En medio de la trifulca y de la noche, improvisaron una camilla y en hombros lo llevaron hasta San Pedro, a unos 10 kilómetros. Era el lugar más cercano donde podía aterrizar una avioneta. Llegó al San Juan de Dios con una peritonitis aguda. Sobrevivió de milagro y por los rezos de mi madre. Tuvo que pasarse un mesen el Hospital y dos meses en San José, hasta que se recuperó. Aquella experiencia hizo mella en el carácter indomable de mi padre. Una enorme cicatriz surcaba su abdomen como testigo y como advertencia. Después de este incidente, su salud desmejoró al igual que su estado de ánimo. Tenía 54 años.
Me contó Gerardo Quesada que tiempo después de este hecho, papá fue a visitar Emiliano Quesada, suprimo, y conversando sobre lo sucedido les recomendó: “Nunca hagan de algo pequeño algo muy grande”. Se había enemistado con Silverio Vásquez por un malentendido.
Vida y trifulcas en El Bajo
Mi padre tenía 42 años y mi madre 39 cuando los hicieron abuelos. Corría el año 1952 y aún vivian en Avellana. A ellos todavía les quedaban tres hijos porllegar. Mi hermano menor, Juan de Dios (qepd), nació en agosto de 1957, el año siguiente de nuestra llegada a la Finca de El Bajo. Papá quedó tan asustado del parto anterior de mi madre, que se la llevó a parir al Hospital de San Ramón. ¡No era para menos!
Regresaron a la Finca con Juan de Dios de 40 días, en setiembre, mes de temporales y malos caminos, difíciles de transitar. El caballo de mamá se quedó pegado en un barrial, mamá perdió el equilibro y cayó al barro con el chiquito. A Juan de Dios, en lugar de agua bendita, lo bautizaron con barro.
– Que chascarrio!, exclamaba papá.
Un día, tapando frijoles y absorto en sus pensamientos, mi hermano Eduardo (qepd), de 16 años, no escuchó los “chichiles” que le advertían que no se moviera y zazz, dos letales colmillos se clavaron en el tobillo izquierdo de aquel jovenzuelo, que detestaba los trabajos del campo. Efraín Castro, que estaba junto a él, actuó de inmediato, mató a la cascabel, le hizo un torniquete al muchacho, abrió la mordedura y chupó toda la sangre que pudo. Lo llevaron a la casa, lo aislaron de las mujeres y le dieron a tomar hiel de cascabel, un preparado que hacía Ramón García, curandero de la zona. Después de tres días bajo rezos y menjurjes, Eduardo regresó a la vida. Sobrevivió de milagro, por la pericia de Efraín Castro, Jesús Jiménez y el menjurje de Ramón García. ¡Gracias Efraín, gracias Jesús, gracias Ramón!
Toda clase de serpientes reptaban por esos parajes: Matabuey, Cascabel, Terciopelo, Mica pintada, Sabanera, Bocaracá, Boas bécquer… Como la casa estaba montada sobre pilotes, debajo del piso se refugiaban boas bécquer. Mantenían la casa limpia de ratones y escasa de gallinas. Se creían parte de la familia y las encontrábamos haciendo siesta en las camas, enroscadas en las cadenas del techo, en los canastos de ropa, en las botas… De repente se escuchaban los alaridos de terror de Marixa, era una bécquer que, colgando de las cadenas de techo, amenazaba con caerle encima.
Así era la vida en los años 50´s y todos los 60´s. Papá seguía al frente de su finca y sus negocios con el apoyo de mi madre, haciendo, siempre haciendo. Hacía magia con sus manos. De una hoja verde, larga y gorda, sacaba fibras blancas y fuertes y tejía cabrestos. Su ayudante en la tejida sostenía tilinte las hebras de cabuya y papá tejía. ¡Ay del que soltara una hebra!
– ¡Queee, no pueden ni sostener un mecate!
Mis tres hermanas mayores se habían casado a mediados de los 50´s y la familia empezó a expandirse. Diez nuevos miembros llegaron en esos años. La mazorca se desgranaba poco a poco y papá lo resentía. Los varones comenzaron a dejar el nido.
Mi padre siempre practicó su deporte preferido, la cacería. Tenía la puntería de Guillermo Tell. Su disparo certero podía alcanzar un venado a 150 metros. Era cazador de a caballo, de venados y de domingos. La carne era un bien escaso en aquella época. Cuando papá cazaba comíamos carne de venado. Los domingos, si lográbamos alcanzar una gallina, terminaba en sopa. Carne res una vez perdida, chancho en Navidad, camarones de río en el verano, si algún trasnochador se aventuraba a camaronear.
En invierno, los temporales eran interminables y emocionantes, se prolongaban hasta por 15 días. El río Lajas arrastraba grandes tucos de madera, que flotaban como hojas en la fuerza de la corriente. Verlos pasar era parte de la diversión. Con grandes y chicos en la casa, a mi madre se le duplicaba la cocinada. Si por ahí correteaba un chancho gordo, pagaba los platos rotos, porque terminaba en chicharrones. Los “güilas” jugábamos Tresillo y Chilate y los grandes Tonto y Ron. En el Río aprendimos a nadar “perrito”, a hacer clavados, a saltar de piedra en piedra, a camaronear… El Río era nuestro Parque de Diversiones. A misa íbamos una o dos veces al año,c on el Padre Luis Vara Carro, un español bajito y simpático, igualito a mi hermano José Luis. Daba la misa en la pequeña Ermita de Santa Marta. Después de misa, parada obligatoria donde doña Chumina, hacedora de chicheme y de rosquillas. Con su andar de pato, sacaba de sus tinajas esa bebida refrescante, rosada y aromática y nos la ofrecía a 10 centavos el guacal. ¡Era el premio por ir a misa!
A ese mundo macondiano llegaban los personajes mas variopintos y todos tenían cobijo y comida en la casa de mis padres: Oscar Venegas, el Polaco; el del Ministerio de Salud, que con su DDT, nos dejaba la casa blanca y apestosa por semanas; Nene Rojas, el del Banco; Manuel, un comerciante de ganado; José Ángel Díaz, el Maestro de la Betania; Beto Lobo, un penitente encadenado a una botella y una tragedia de amor, digna de una novela; el abuelo Filadelfo, un “lobo estepario”; el tío Villo, un “atorrante” huérfano de madre y de amor; y algunos otros “faruscas y aventaos”.
Cuando Manuel, “un carajo muy chirote” y vendedor de ganado aparecía sin reses, papá le preguntaba:
– Diay Manuel: ¿ahora qué anda vendiendo?
-Vendo cabras.
– ¿Cabras?
– Diay Juan: – ¡si no hay perros se montea con gatos!
Algunas tías nos visitaban. Tía Leonor, la hermana mayor bienamada de papá; la tía Josefina; la tía Emilse…Recibía un telegrama:
– Juan, mande a toparme a Hojancha.
Mi padre alistaba las bestias y se iba a toparles o mandaba a alguno de los muchachos. Güipipipíaaaa era el grito que anunciaba la llegada de tía Leonor. Con sus faldas de montar y su indomable carácter, no se le arrugaba a seis horas a caballo, al calcinante sol del verano guanacasteco, a los polvorientos caminos ni a los ríos. Nos visitaba todos los febreros. Otras veces era el abuelo Filadelfo, que se levantaba a las tres de la mañana a picar leña. Si no era la bruja Pancha, era el abuelo Filadelfo quienes perturbaban las silentes madrugadas.
Y así pasaba la vida, entre trifulca y trifulca y entre chascarrio y chascarrio. Sobrevivimos a todo: a los parásitos, al raquitismo, a los temporales, al Río, a las serpientes, al DDT… Cierto día mis padres regresaban de San Ramón y pasando el río Lajas en el pase de Betania, el caballo de mamá “tropicó” en medio río y ella cayó al agua. Papá, que no sabía nadar, se tiró para ayudarla. La corriente los arrastró y se estaban ahogando cuando apareció el Ángel de la Guarda disfrazado de José Ángel Díaz (qepd) y los sacó del agua. ¡Gracias José Ángel! Llegaron a la casa empapados y verdes del susto. Todo se les mojó: víveres, ropa, cuadernos, libros… que tuvimos que secar al sol.
Después del incidente con Silverio Vásquez, la salud de papá desmejoró notablemente. Se volvió hipertenso, diabético y cardiópata. Esa vida cuesta arriba que había tenido, comenzó a pasarle factura. Como ya se le dificultaba montar a caballo, compró su primer carro, un Land Rover de segunda con capote de lona. A mi hermano Roberto el tío Toño le sacó la Licencia, le dio una clase de manejo de media hora y tomó el volante desde San Ramón a la Finca El Bajo. Solo y principiante, manejó un día entero dando la vuelta por Liberia, única carretera en esa época.
Mis padres siempre quisieron regresar a vivir a San Ramón. En 1968 hicieron el intento. Como la salud de papá estaba flaqueando, se fueron a vivir a San Juan, a la antigua casona de madera del abuelo Julio Rodríguez. Papá tenía la esperanza de que estando cerca de un Hospital y de los médicos, recuperaría su salud. Emprendió el viaje acompañado de mi madre, Marixa y Juan de Dios. La aventura no tuvo el éxito esperado y regresaron a su finca un año después.
Si los años 60´s habían sido difíciles, los 70´s no auguraban paz y tranquilidad. Papá era muy apegado a su familia. En 1963 murió su padre y entre 1967 y principios de 1971 murieron tres nietas y tía Guillermina, la hermana mayor de mi madre. Aun con duelos pendientes, la noche del 21 de marzo de 1971, tío Amado, su esposa Nelly, su hijo Fernando y su nieto Luis Fernando, perecieron en un accidente de tránsito en Vista de Mar de Nandayure. El carro en que viajaban derrapó y rodó a un precipicio, con seis ocupantes. Cuatro murieron, Jesús quedó muy malherido y Álvaro logró salir ileso. Al amanecer del 22 de marzo, un mensajero llegó a casa de mis padres con la infausta noticia. ¡Esa fue la gota que derramó el vaso!
Como era hipertenso y cardiópata, no le dieron la noticia en el momento. Con la congoja a cuestas, mis hermanos Roberto y Melania se lo llevaron a Nicoya para que lo medicaran, antes de darle la noticia. Sedado, acompañó el cortejo fúnebre de cuatro ataúdes hacia el Cementerio de Hojancha. Poco tiempo después sufrió un primer “derrame cerebral” y quedó lesionado física y emocionalmente. Entonces la familia decidió trasladarse a vivir a Hojancha, más cercanos a algunos servicios básicos, como centros de salud. Allí papá había comprado una finca de 16 hectáreas en 25 mil colones. La familia aún la conserva.
El hombre fuerte, trabajador y decidido que habíamos tenido como padre comenzó a desmoronarse, afectado por las secuelas de los accidentes cerebrales, la diabetes y los duelos. A principios de1974 sufrió un nuevo AVC que lo doblegó por completo, dejándole postrado en una cama. Como siempre, mi madre, su fiel compañera de vida, cuidó de él con dedicación y esmero.
Mi padre fue un hombre auténtico, creativo, trabajador y visionario. Un resiliente que superó todo tipo de obstáculos, siempre con la frente en alto. El 13 de setiembre de 1974 papá trascendió, dejando tras de si, un legado de trabajo duro, esfuerzo, dedicación, responsabilidad, honradez y orgullo. Gracias papá por tu esfuerzo para que siempre pudiésemos enfrentar la vida con dignidad, responsabilidad y amor al trabajo.
¡Doy gracias a la vida por ser tu hija!
Curridabat, San José
Enero de 2021