Origen de la Revista “SURCO”

Fernando González Vásquez

El 15 de setiembre de 1940 se publicó en la Imprenta Acosta de San Ramón, el primer número del “Cuaderno quincenal de cultura” Surco, cuyo director fue Raúl Zamora Brenes. Su administrador local lo era Edwin Salas Bermúdez y en San José, Rodrigo Facio Brenes.

Portada del primer número del cuaderno quincenal SURCO.


Del editorial de este primer ejemplar del cuaderno, extraemos el siguiente párrafo: “Aquí en esta tierra se abre el surco para la siembra fuerte. La simiente de luz que en este valle se riega no cae jamás en pedregoso suelo … Porque de inteligencia sensitiva es la tina, la transparente, la cristalina tez de esta atmósfera de San Ramón en donde las ideas echan flor antes de que el viento se las lleve en los hombros al olvido. / El surco recto engalana de contento el corazón del labrador. Será este un SURCO recto que llenará de alegría el corazón de cuantos labran el suelo patrio. Este SURCO será trinchera también para la defensa de todas las cosas nuevas, por bellas, por fecundas y por dignas de difusión y de defensa. / Aquí está el SURCO. Lo aró la primavera.”


Con 16 páginas, contiene los artículos de Isaac Felipe Azofeifa “Educación para la democracia”; “A propósito del quince de setiembre” de Carlos Monge Alfaro; “Cuál debe ser nuestra posición ante el momento internacional?” de Fernando Fournier Acuña; seguidamente un segmento de “Instantáneas” o breves noticias, entre ellas “Habrá universidad” y “Mataron a Trotsky”; continúa con una nota de Gastón Miralta denominada “Autoridad y libertad”; “Palabras de García Monge en la escuela Jorge Washington de San Ramón, en la noche del 11 de setiembre de 1940”, que es una reconstrucción de una parte de la disertación del maestro García Monge, realizada por Bertalía Rodríguez, entonces directora de la recién inaugurada escuela. A continuación, un poema de Félix Ángel Salas titulado “Abre el surco” y que dedica precisamente a la señorita Bertalía Rodríguez; “Fraternal” de Reinaldo Soto Esquivel “en la trágica muerte de los niñitos Zamora González”; “Glándulas endocrinas y hormonas” de Marcelino Coto; “Vibre la mujer” de Edwin Salas B. y “Pasó una mujer” de Bertalía Rodríguez, ambos artículos dedicados a la memoria de Ermelinda Mora de Morera. Finalmente, este primer número contiene “Un cuadro de Willete”, escrito por Lauro Armaz.

Primera página del primer número del Cuaderno Quincenal de Cultura Surco, que vio la luz hace 70 años en San Ramón.


Como es notorio, desde su inicio la publicación contó con el aporte de destacados intelectuales josefinos: Rodrigo Facio, Carlos Monge Alfaro, Isacc Felipe Azofeifa, Joaquín García Monge entre otros. Y es que, recién fundada la escuela Jorge Washington en San Ramón -19 de noviembre de 1939- su directora Bertalía Rodríguez López, conformó el Centro Cultural San Ramonense y organizó en dicho centro de educación conferencias con las personalidades más doctas de la época. Es de destacar la figura de Roberto Brenes Mesén, otro gran pensador muy afecto a San Ramón. Con este inmenso potencial intelectual, es que nace la revista Surco, con una orientación netamente cultural, reflejando así una característica muy marcada entre los ramonenses. Por su parte, las páginas de Surco dieron cabida lógicamente a figuras ramonenses como Reinaldo Soto, Edwin Salas, Trino Echavarría, Bertalía Rodríguez, Rafael Lucas Rodríguez, Raúl Zamora, José Joaquín Salas, Félix Ángel Salas. En las ilustraciones de la revista, destacan los grabados en madera de Edwin Salas Bermúdez; correspondió ilustrar la portada del primer número a Olger Salas Elizondo, utilizando la misma técnica.


Ocho números del cuadernillo quincenal Surco se publicaron en San Ramón; el último de ellos correspondió al 29 de diciembre de 1940. En adelante, convertido en revista pasó a ser el órgano oficial y publicación mensual del Centro para el Estudio de Problemas Nacionales, editándose en la Imprenta Borrasé de San José, a partir del 2 de febrero de 1941. Como es sabido, dicho Centro fue el precursor de la social democracia en Costa Rica, protagonista de los grandes movimientos políticos de la convulsa década de 1940 y en última instancia responsable de los grandes cambios socioeconómicos de finales de dicha década.


Breve fue la existencia de Surco en San Ramón, sin embargo fue la verdadera simiente de reflexión y espacio cultural que más tarde tendría grandes repercusiones en la vida nacional.

Los Ramonenses en la Guerra contra los Filibusteros

Fernando González Vásquez


Apenas conocido el peligro que representaba para Costa Rica la presencia de los filibusteros en territorio nicaragüense, la recientemente fundada población de San Ramón Nonato (1844), no se quedó atrás en su activa participación en la gran proeza heroica por la libertad de las naciones centroamericanas. Luego de la primera proclama (20 de noviembre de 1855) del presidente Juan Rafael Mora Porras, advirtiendo de la amenaza del invasor y principalmente del edicto del obispo Anselmo Llorente y Lafuente (22 de noviembre del mismo año), los pioneros ramonenses reunidos en cabildo abierto el día 30 de noviembre de 1855, levantaron un acta de adhesión dirigida al presidente Mora y al obispo Llorente.

Juan Rafael Mora Porras (dibujo de Tomás Povedano)


Presididos por el alcalde Ramón Rodríguez Solórzano, el cura Ramón de los Ángeles Saborío y demás vecinos del pueblo, proclamaron el siguiente documento, que publicara Rafael Lino Paniagua Alvarado en sus Apuntes Históricos y Crónicas de la Ciudad de San Ramón en su Centenario (1943), y que reproducimos a continuación:


“Excelentísimo Señor Presidente de la República, Ramón Rodríguez alcalde primero constitucional de este pueblo, certifico solemnemente, que en estos Oficios y con esta fecha, se ha levantado el acta que copio. El pueblo de San Ramón a las 10 de la mañana del día 30 de Noviembre de 1855, sus autoridades y vecinos presididos por el alcalde 1 Constitucional y con asistencia de su párroco, reunidos en Cabildo abierto y con presencia de la invasión filibustera que amenaza el país y de la proclama y pastoral del Excelentísimo Señor Obispo de la República, ha dado en lo que de un modo enérgico y altamente patriótico se llama a todo costarricense, a todo hombre honrado y de corazón a estar alerta y defender en caso necesario, aun con el sacrifico de su vida, el honor, la independencia, la religión y los intereses del país, amenazados por una turba de forajidos; ha resuelto de un modo espontáneo y unánime: 1. Ofrecer al supremo gobierno, como buenos hijos de Costa Rica, su propiedad y su vida en defensa de la religión, de la independencia y la paz amenazada, protestando solemnemente su adhesión a todas aquellas providencias y medidas que se tomen en contra del bandolerismo arrojado sobre la tierra centroamericana, para esclavizarla y hacerla presa de la voracidad y capricho de unos hombres sin religión, sin patria y sin ley. 2. Elevar copia certificada de este acuerdo al Excmo. señor Presidente y al Ilustrísimo señor Obispo de la república, dándoles las gracias por la fineza, patriotismo y abnegación que en la presente crisis han mostrado, con lo que concluye esta acta. Firman Ramón Rodríguez, Ramón A. de los Saborío, Daniel Castillo, José Merino, Fruto Mora, Manuel José Mora, Lorenzo Molina, Manuel Montoya, Joaquín Salazar, Félix Hidalgo, Manuel Palma, Juan Manuel Carrillo, Hermenegildo Alvarado, Manuel Castro, José Manuel Cruz, Santiago Palma, Dionisio Rodríguez, Rafael Orozco, Feliciano Martín Soto, Juan María Quesada, Procopio Gamboa, José Zamora, Jesús Paniagua, Vicente Fernández, Rosa Cervantes, Ramón Jiménez, José María Barrantes, Juan María de los Ángeles Quesada, Procopio Zamora, Miguel Carrillo, Ramón Carrillo, Ramón Zamora, Juan José Otárola, Julián Jiménez, José Rojas, Joaquín Jiménez, Darío Zeledón, Tomás Zeledón, Sunción Zamora, Manuel Rodríguez, Rafael Cambronero y José Simón Castro. Tengo el honor de poner en conocimiento de V.E. San Ramón Noviembre, 30 de 1855. Ramón Rodríguez.” (págs. 22-23).


Aunque en la época no se solía utilizar el segundo apellido en muchos documentos, es posible reconocer claramente a algunos de los firmantes. Cabe considerar, como lo hace Eduardo Fournier en su libro “Orígenes de los Ramonenses” (1994), que la esperanza de vida en aquel entonces era de apenas 38 años -con sus lógicas excepciones- por lo que “muchos de los fundadores de la población habían muerto en la década de los años cincuenta”.


Encabeza el acta transcrita, Ramón Norberto Rodríguez Solórzano (1818-1893) uno de los protagonistas más importantes de la fundación de San Ramón. Le sigue el presbítero Ramón de los Ángeles Saborío, quien sirvió en el curato ramonense en seis ocasiones entre noviembre de 1851 y enero de 1862. Daniel Castillo, primer jefe político de San Ramón, nombrado en dicho cargo el 3 de diciembre de 1855, quien desafortunadamente murió en La Garita de Alajuela el 12 de enero de 1857 (Arturo Moncada G., Historia de San Ramón, 1917). Continúan, José Merino, posiblemente se trata de José Ignacio Merino, salvadoreño radicado en San Ramón. Fruto Mora, primo del presidente Juan Rafael Mora, quien residía en San Ramón. Santiago Palma, bien podría ser el abuelo materno del gran poeta Lisímaco Chavarría; Dionisio Rodríguez a quien agregaremos el apellido Cruz, sería uno de los hermanos del escultor imaginero Manuel (Lico) Rodríguez Cruz; José Darío Zeledón Porras (1805-1880) es otro de los longevos firmantes. José Zamora Solórzano, quien donó un sagrario de plata a la antigua parroquia en 1890 y su hermano Ramón Zamora Solórzano, suegro de Francisco Orlich Ziz. Procopio Gamboa Rodríguez, tronco de una extensa familia, producto de sus dos matrimonios, el primero con María Clemencia Pérez Trejos y el segundo con María Josefa Villalobos. Tan solo para hacer mención de algunos de los más conocidos.


Está claro que quienes firmaron el acta no son todos los pobladores ramonenses de ese entonces, ni todos los que participaron en la Campaña Nacional. Esto nos lo corrobora la lista de muertos y heridos en Rivas, donde figuran otros nombres y otros personajes que sabemos fueron protagonistas la guerra, como es el caso de Gabino Araya Blanco, Alejandro Cardona Llorens, Rafael Acosta Chaves y José Cabezas Alfaro, este último, abuelo materno del gran poeta Félix Ángel Salas Cabezas. Después de los triunfos en Santa Rosa y Rivas el 20 de marzo y 11 de abril de 1856, se reunieron el jefe político y los alcaldes ramonenses en sesión extraordinaria, para enviar un escrito al presidente Mora, en estos términos:

“Excelentísimo señor, San Ramón es uno de los pueblos acaso más insignificante de vuestro dominio; pero no será el menos sensible a la obligación que reconoce acerca de vuestra sombra paternal, y hoy el que menos parte se apropie de la deuda universal que Costa Rica ha contraído con V.E. que habéis salvado del enemigo tirano e injusto que ocupaba sus fronteras, con intenciones hostiles y que exponiendo la vida más cara de la patria, inminentemente amenazada más de una vez así en los peligros del combate, como en la fatídica epidemia que os obligó súbitamente a abandonar con vuestro ejército aquel clima mortífero y más que la guerra destructora, habéis salvado la vida e intereses de todos, aunque con algunos sacrificios que habríais deseado evitar. …Gracias muy expresivas y respetuosas os ofrece esta población y os suplica aceptéis sus fervientes y rendidos votos por vuestra importante administración.” El acta la firmaron Daniel Castillo, jefe político; Frutos Mora, Sixto Ugalde, Manuel Vargas y Manuel Montoya, alcaldes constitucionales. (Paniagua, págs. 27-28).


Ambos documentos ponen en evidencia el profundo afecto que sentían los ramonenses por don Juan Rafael Mora Porras, a cuyas órdenes estuvieron siempre dispuestos a servir como patriotas y buenos hijos de Costa Rica.

Historia del Hospital Carlos Luis Valverde Vega

Por Fernando González.

El 1 de marzo de 1955 tuvo lugar la inauguración del hospital de San Ramón, que por acuerdo de la Junta de Protección Social de la localidad del 5 de julio de 1953, fue bautizado con el nombre del médico, mártir de la guerra civil de 1948 y benemérito de la patria. Reza parte del acuerdo: “…que el cantón de San Ramón tiene al Dr. Carlos Luis Valverde Vega como uno de sus más preclaros hijos, que es justo y conveniente que el nombre del distinguido ciudadano se perpetúe en la memoria de los hombres para ejemplo y enseñanza de los que vendrán después…”

El hospital Carlos Luis Valverde Vega de San Ramón fue inaugurado el primero de marzo de 1955.


La construcción del moderno edificio, diseñado por el ingeniero Lenín Garrido Llovera, dio inicio en abril de 1953 y concluyó en febrero de 1955, con un costo total de 1.313.352 colones, que incluía además los terrenos, la capilla y casas para el director, las religiosas y enfermeras y casa de máquinas. Su equipamiento costó, hace cincuenta años, 236.691 colones.


ANTECEDENTES HISTÓRICOS


La preocupación por la salud pública en la comunidad ramonense se remonta a la época de la fundación del poblado en 1844. Los conocimientos y prácticas de parteras, sobadores y los llamados curanderos o médicos empíricos, fueron los únicos recursos que en un inicio dieron alivio a las necesidades de la naciente población. Los nombres de Valeriano Miranda y Rudesindo Lobo figuran en esta etapa. En 1875 se nombró como primer médico del pueblo al Dr. Mariano Sanetti y poco después al galeno de origen cubano José Ramón Boza.


En 1886, los vecinos toman la iniciativa de construir un hospital y envían un escrito a la municipalidad, la cual nombra una comisión integrada por los presbíteros Manuel Hidalgo y Pedro Sandoval, Pedro Urrutia, José Carvajal, Miguel Zamora y Mercedes Quesada, quienes recogen contribuciones voluntarias para tal efecto. Sin tener ese nombre, fue la primera junta de caridad que tuvo San Ramón. En los años siguientes, es de destacar el papel del ayuntamiento en la subvención de médicos ocasionales y medicinas para la población. Para 1896 se nombró la primera Junta de Caridad de la Villa de San Ramón, integrada por Francisco Orlich Ziz, Miguel Zamora y Rodolfo Gamboa. En este año, con el esfuerzo comunal, en particular el de Jeremías Salas, funcionó la primera casa-hospital frente al actual Colegio Patriarca San José, con tres cuartos y camas donadas por los vecinos. Allí fueron enfermeras Ermelinda Mora y Rita Campos. En 1899 se trasladó a otra casa más amplia con corredores, situada diagonal a la esquina noreste de la iglesia parroquial (donde hoy se ubica un supermercado). Esta casa-hospital tenía cuatro cuartos y quince camas; era atendido por las mismas enfermeras, el médico del pueblo y Gregorio (Lolo) Miranda como enfermero. También colaboraban el presbítero José Piñeiro, Gerardo Carvajal y Rudesindo Lobo.


El 5 de agosto de 1906 se inauguró el hospital San Vicente de Paul, construido en terreno que donó Francisco Orlich al sur de la ciudad (donde funcionó luego la Escuela Normal). Este fue el primer hospital, propiamente dicho, con que contó San Ramón. En 1909 se nombró una nueva Junta de Caridad (Fausto Montes de Oca, Jeremías Salas, Alfredo Rodríguez y Nautilio Acosta) y se contaba con un policía de higiene (Ceferino Rodríguez). En 1914, un numeroso grupo de mujeres constituyen una Sociedad de Beneficencia para efectuar recolectas y así solventar las necesidades del hospital. Ante la carencia de instrumental y menaje, el Dr. Mariano Figueres Forges, entonces médico del pueblo, solicita a la municipalidad los fondos para adquirirlos.


Un impuesto al licor establecido en 1920 durante la administración de Julio Acosta García, ayudó a mantener este hospital. Tenía un carácter regional, ya que acudían a éste pacientes de Palmares, Naranjo, Zarcero, Villa Quesada y Esparta. Desafortunadamente, el terremoto del 4 de marzo de 1924 destruyó la mayoría de edificios públicos de San Ramón, incluyendo su hospital. La comunidad ramonense emprendió de inmediato la reconstrucción de una edificación en bahareque en el mismo lugar, la cual recibió el nombre de Hospital Nicolás Orlich; con el paso del tiempo el inmueble se fue deteriorando.


EL NUEVO HOSPITAL


El diputado Eliseo Gamboa gestionó en 1938 la ampliación del presupuesto de Salubridad para construir un salón de maternidad y un pabellón para niños, partida que fue ampliada por el gobierno para levantar un nuevo hospital en San Ramón. Fue entonces demolido el viejo Hospital Nicolás Orlich; sin embargo al terminar la administración Cortés Castro, la obra se paralizó, quedando en funcionamiento solo un ala del edificio.


En Julio de 1948, Romano Orlich como presidente de la Junta de Protección Social de San Ramón realizó gestiones ante el gobierno para finalizar el edificio inconcluso. En marzo del año siguiente se constituye una nueva Junta presidida por Rodrigo Valverde Vega e integrada por Trino Echavarría, Ernesto Caballero, Ramón Herrera y Juan Rafael Zúñiga, siendo suplentes Jorge Mora Bustamante y Teodoro Barrantes Villalobos. Entre 1949 y 1957 es de destacar la labor en la Junta de los señores José Alpízar B., Arnulfo Carmona B., Alaín García G., Dagoberto Salas G., José Valenciano M., Mario Salazar M. y Rafael Caballero M.
Invaluable fue el apoyo al proyecto de construir un moderno hospital que tuvo San Ramón de parte del entonces ministro de Salubridad Pública Dr. Rafael Blanco Cervantes y del director general de Asistencia Médico Social Dr. Fernando Escalante Pradilla, en 1949. Como ministros de gobierno, los ramonenses Fernando Valverde Vega y Francisco Orlich Bolmarcich jugaron también un papel clave, según consta en actas de la Junta de Protección Social de San Ramón. En particular se destaca el empuje y empeño del Dr. Escalante Pradilla en la consecución de fondos hasta ver terminada la obra, que siempre concibió como un hospital de carácter regional.


Desde hace medio siglo, el Hospital Carlos Luis Valverde Vega brinda sus nobles servicios a una amplia población que se encuentra en su radio de influencia. Para muchos ramonenses, esta institución siempre estará asociada a la figura de su primer director, quien sirvió durante muchos años en ese cargo y fue el creador del famoso programa “Hospital sin paredes”: el doctor Juan Guillermo Ortiz Guier, ya retirado de la actividad profesional.


NOTA:


El presente artículo se realizó con base en el trabajo de Arnulfo Carmona Benavides “Reseña de la historia hospitalaria de San Ramón”, publicado a polígrafo en 1957 y reeditado en 1991.

Semana Santa en San Ramón

José Gamboa Alvarado (1894-1978)

Tomado de: El Hilo de Oro (Imprenta Trejos Hermanos, San José, 1971

Digitalizado por Fernando González.

Llegó la Semana Santa que todos esperábamos ansiosos. Desde el martes dejamos en la casa de hacer trenza para los sombreros y mamá guardó su máquina de coser.


El miércoles, por la mañana, temprano, llegó a la casa Nino [Rafael Lino] Paniagua, mi primo. Me dijo mamá:


-Ahora que está Nino, vayan los dos en una carrerita a San Rafael donde Camilo Hernández y le dicen que me mande las hojas de plátano para los tamales, y no olviden traer las cáscaras para las amarras.


Tomamos el camino y nos detuvimos un ratito en la casa de Tinina y de Tía Marta, a las que encontramos haciendo los ricos tamales, famosos como los mejores de San Ramón.


Nos dijo Tinina:-Vengan a la nochecita, que les voy a dejar la costra. Era ésta el resto de la masa de los tamales que quedaba adherido a la olla donde se había cocinado.


Poco después pasamos por la esquina de don Macario [Valverde] en la calle ronda. Ya en el camino de San Rafael, Nino comenzó a hablarme de Franca, de quien estuvo siempre enamorado. Sacó un papel de la bolsa del pantalón diciéndome:


-Mirá, hice un soneto que voy a publicar dedicado a Franca en el día de su cumpleaños. Le llevé a Lisímaco [Chavarría] los versos y me les dio una arregladita: ¡Mirá qué lindos me han quedado ahora!


Lisímaco, que vivía por ese tiempo en San Ramón se ocupaba en hacer versos y santos de madera.


Me leyó Nino el soneto del que recuerdo la primera estrofa:

Es la primicia de mis pobres versos
como un manojo de silvestres lilas,
vaya su aroma hasta tus labios tersos
mientras la luz fulgura en tus pupilas.

Le dije:
-Nino, esos versos son muy bonitos, pero no podés firmarlos porque están hechos por Lisímaco.


Él me contestó:
-Callate, no digás nada, los voy a publicar con mi firma para que vea Franca, tal vez así logre que me quiera.


Por fin volvimos de donde Camilo con las hojas para los tamales.
Adelaida, la cocinera, las soasó en las llamas; Angélica les quitó las venas mientras Nino y yo dividíamos las cáscaras en tiritas. Mamá, que ya tenía lista la masa, envolvió los tamales. Estos eran tamales bastos, de masa con sal, no como los que hacía Tinina con chicharrones, arroz amarillo y carne de cerdo. Eran muchos, pues desde el Jueves Santo hasta el Sábado de Gloria no se volvería a prender el fuego, y en lugar de pan y tortillas, comeríamos los tamales bastos en rebanadas blancas y redondas. También hacía mamá para esos días unos deliciosos tamalitos de frijoles negros.


De San Rafael vendrían a pasar con nosotros para asistir a los oficios del Jueves y Viernes Santo, los abuelos tatita Manuel [Gamboa] y mamita Rafaela [Rodríguez], el manco Gabriel y Zoila, la buena tía.


Yo saldría de apóstol. Mamá con la ayuda de Angélica y de tía Zoila me había hecho una túnica amarilla con muchos pliegues, un cordón blanco para la cintura, una capa de raso verde y unas sandalias. Tatita Manuel me había labrado el cayado de madera. Naturalmente, salir de apóstol era una de mis mayores dichas.


Blanca [Mora], que había sido novia mía y de Luis Estrada saldría de Samaritana. Sería la mejor en las procesiones porque era muy linda. Por cierto que por esa niña habíamos sido rivales Luis y yo. Nos daba cuerda a los dos. Un día muy valientes llegamos ambos a su casa. Yo le dije:
-Se queda con Luis o conmigo; hoy tiene que decidirlo.
Se chilló toda, y al fin, dijo:


-Chepe, yo quiero más a Luis.


Me fui con mis calabazas pensando que de seguro prefería a Luis porque tocaba el pistón en la filarmonía.

Por la tarde del Miércoles Santo los apóstoles desfilamos hacia el altar mayor: nos sentaron en grandes sillones formando un semicírculo. Llegó el padre Piñeiro [José]. En una jofaina grande empezó a lavarnos los pies; nos secó con un paño y luego nos regaló a cada uno una moneda de un cuatro que para mí fue lo más importante.


Al otro lado de la baranda que separaba el altar del resto de la iglesia, estaba una gran mesa tendida con un mantel blanco bordado y alumbrada con candelabros de plata. Frente a cada silla había una copa de cristal alta y redonda, llena de vino y una bolla de pan. Nos sentamos: el padre Valverde [Juan José] ocupó una silla más alta: se puso de pie, de espaldas al altar, rezó algo en latín y después bendijo el vino y el pan. Levantamos las copas, tomamos el vino y comimos el pan.


Mis compañeros los apóstoles comentaban que el vino y el pan eran del cielo por ser el cuerpo y sangre de Nuestro Señor Jesucristo. A mí el pan me supo igual al que hacía tía Chepa. En esa cena no estaba Judas; nos dijeron que se había ido a jugar las monedas que le pagaron los judíos por vender a su Maestro.


El Jueves Santo por la mañana se callaron las campanas y en el campanario empezó a sonar la matraca grande de madera. Miguelín Castro, Paco Bermúdez, Carlos García y yo subimos para ayudar al campanero: trac-tararac-trac-trac.


Llegó el Viernes Santo, día de las procesiones más solemnes. Al toque pausado de las matracas empezó el desfile: adelante las Siete Palabras vestidas de blanco; seguían las tres Marías, la Samaritana, la Verónica, la Magdalena y los Ángeles en sus andas. Luego el padre Piñeiro con el incensario, detrás Jesucristo con la cruz a cuestas y ayudándole el Cirineo. Atado con cintas moradas llevaban los judíos al Señor. En dos filas seguíamos los apóstoles. Al llegar a una esquina nos topamos con la procesión de la Virgen María y San Juan. Después del encuentro de Jesús con su madre, seguimos a la iglesia.


Por la tarde fue la procesión triste del Sepulcro. La filarmonía tocaba el Duelo de la Patria. Los fieles se arrodillaban con reverencia.


Cuando oímos de nuevo las campanas el Sábado de Gloria por la mañana, corrimos a escarbar la tierra para encontrar carbones. En ese momento todas las cosas de la tierra estaban benditas. Guardamos algunos carboncillos que nos servirían para aplacar las tormentas.


Por la tarde estuvimos los muchachos en el paseo de Judas, al que llevamos en un desventurado caballo, piojoso y alunado que recogimos en la calle ronda. En cada esquina nos parábamos, y uno de la comisión se subía a un banco y leía escrito en verso el testamento de Judas. Era éste una crítica festiva y punzante para autoridades, comerciantes y otras personas de la localidad. Acompañados de las risas y gritos de las gentes desfilábamos por todas las calles para llevar a Judas finalmente a casa de Patrocinio [Ugalde], el polvorista, quien tenía el encargo de alistarlo con bombas y bombetas para la quema del día siguiente.


La diversión no terminó con el paseo de Judas. Ya muy tarde de la noche, los jóvenes y viejos más bromistas se distribuyeron por el pueblo para traer a la plaza las cosas que pudieran recoger: muebles, carretas, escaleras, rótulos. Hasta una gran olla llena de tamales se trajeron esa noche.


A la mañana siguiente, después de la procesión del Resucitado y de la quema de Judas se llenó la plaza de curiosos. En el centro se encontraba la olla de tamales, ya sin tamales, y haciéndole rueda en posiciones divertidas, sillas, mesas, mecedoras, bancos, carretas, escaleras, y en los árboles, rótulos de pulperías y tiendas. Entre ellos se hallaba el de la barbería de tío Ricardo [Vargas].

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